Como todos los días, Nora se encontraba muy ocupada acomodando
la mercancía que acababa de llegar. Se trataba de una donación de artículos de antigüedad que se iban a subastar al siguiente
día en beneficio del orfanatorio de la ciudad.
Había que limpiarlos, quitarles el polvo que llevaban
acumulado durante los años que estuvieron abandonados y dejarlos en las mejores condiciones. A Nora le gustaba su trabajo
y lo hacía con gusto. Con mucha delicadeza los tomaba con sus manos, como si se tratara de verdaderas joyas, quitándoles la
opacidad del tiempo y agregándole el brillo de su entusiasmo.
Todos reconocían el trabajo de Nora y sabían que la subasta
siempre era un éxito, ya que gracias a ella se vendía la mayoría de los artículos, quedando buenas ganancias, las cuales eran
destinadas para una buena causa social.
Era ya muy tarde, Nora estaba por terminar. Solo le faltaba
una pequeña caja color cobre, que al parecer había funcionado como alhajero. Trató de abrirla, pero no pudo, puesto que estaba
trabada de la cerradura, debido a que se encontraba muy enmohecida. Pensó que era mejor llevarla con Sebastián, el joven que
se encargaba de reparar las cosas que estaban descompuestas.
Al ver la caja, Sebastián la sacudió para detectar si
tenía algún objeto en su interior.
―Está vacía. Si la abro, estoy seguro de que ya
no se podrá volver a cerrar, porque está demasiado dañada. No vale la pena, nadie la querrá comprar ―dijo Sebastián.
De esta manera se la regresó a Nora, sin darle la menor importancia.
Pero para Nora todas las cosas tenían valor y decidió
intentarlo por su cuenta. Con mucha suavidad y paciencia utilizó una espátula delgada, hasta que logró su objetivo. Al abrirla
quedó al descubierto un sobre amarillento, el cual contenía en su interior un fajo de billetes de cien dólares, que en total
sumaban 150 mil dólares.
Nora no podía creer lo que veía: “Debe de haber
un error. Alguien lo debió de haber metido por equivocación”, pensó. Sebastián, que no se encontraba lejos, alcanzó
a ver y sus ojos se iluminaron con un brillo especial.
―¡Espera, Nora! No digas nada de lo que acabas de
encontrar. Nadie lo sabrá, más que tú y yo. Nos lo repartiremos y podemos irnos de este mugroso lugar ―exclamó.
A Nora no le gustó lo que escuchaba de su compañero y
le dijo:
―¡Te equivocas, Sebastián! Este dinero no nos pertenece
y seguramente tiene dueño.
―¡No seas tonta!, nadie te lo va a agradecer. Y,
por otro lado, con ese dinero puedes comprar muchas cosas que necesitas ―le contestó Sebastián.
―Prefiero tener mi conciencia tranquila y seguir
trabajando honestamente ―le replicó ella sin vacilar.
Al día siguiente, muy temprano, Nora se encontraba en
una mansión ubicada al sur de la ciudad, donde la recibió un hombre de apariencia impecable y rostro bondadoso. Después de
escuchar con atención sus palabras, quedó fascinado de su honestidad y le dijo:
―Ese alhajero pertenecía a mi madre, que murió hace
muchos años. Ella tenía un espíritu altruista y seguramente ese dinero lo tenía destinado para una donación a una casa de
beneficencia. Su muerte inesperada seguramente se lo impidió. Le agradezco infinitamente
que haya tenido la bondad de regresarlo. A ese dinero se le dará el uso que mi madre hubiera querido, gracias a usted.
Esa ocasión Nora llegó más contenta y tranquila a su humilde
casa. Se preparó para el siguiente día continuar su rutina de trabajo y se quedó dormida.
A la mañana siguiente se presentó, como de costumbre,
muy temprano a trabajar. Repentinamente la sorprendieron los aplausos de sus compañeros, quienes la abrazaron y felicitaron
emotivamente.
―¡Felicidades! ¡A partir de hoy el orfanatorio lleva
el nombre de una mujer muy honrada: Nora Rodríguez Fuentes!
Nora lloró de felicidad. Era la mejor recompensa que podía
haber tenido en la vida.