Viernes 16 de octubre: ése fue el día que la vida de Rodolfo cambió.
Todo comenzó con un disgusto con sus padres, pues no le compraron el Wii que él quería.
–¡Los odio, ustedes no me quieren! Mi vida es una basura, ¡me quiero morir! –Ésas fueron sus palabras antes de
irse a la escuela.
Después de un pesado día lo recogió un taxi, que era lo que sucedía cuando su padre tenía
problemas en la compañía y no podía pasar por él. Era la cereza perfecta para el helado. Había reprobado dos materias, sus
pantalones estaban rotos y su tarea se había mojado con la fuerte tormenta de la mañana. No podía ser peor para él, sin contar
el disgusto en casa.
De repente un fuerte chillido se escuchó: el taxista había frenado en seco. Fue lo mejor
que se le ocurrió al notar que unos hombres en una camioneta los venían siguiendo. Rodolfo, al no saber lo que ocurría, bajó
del carro inmediatamente, sin rumbo alguno. Apenas sí podía reconocer la fonda Los Tres Panzones y la estética unisex Yuyito.
Él no sabía dónde estaba. Ya habían pasado varios minutos desde que había pasado la fonda
y la estética. Estaba perdido. Gente drogándose, hombres tirados de borrachos, era lo que veía en ese lugar. De pronto, una
mujer con los brazos llenos de cortadas y moretes lo tomó del brazo casi desmayándose. Él la recostó en el piso, y consternado
ante su mirada desconosolada le preguntó qué le había sucedido. La historia fue triste: había sido golpeada por su marido,
ya que no había llevado suficiente dinero a la casa para que él pudiera emborracharse. Éstas y otras cosas fueron las que
Yahaira (que ése era su nombre) le contó. Finalmente Rodolfo dejó a la mujer en la casa de la hermana de ella.
Ya rondaban las once de la noche. Con los trece pesos que le quedaban de la escuela se
compró un taco, era para lo único que le alcanzaba. Al lado suyo estaba un bote de basura, del cual un hombre sacó medio taco
y se lo dio a su hija. Rodolfo se le acercó y lo que quedaba de su taco se lo entregó al hombre. Éste le agradeció y se fue
con su hija, que al parecer era ciega.
1:30 de la madrugada. Rodolfo, desesperado y con hambre, se recostó en el suelo. Con
los ojos entreabiertos, lograba mirar cómo varias mujeres llegaban en carros de extraños, con la mirada llena de tristeza
e impotencia; su maquillaje a granel se les corría por las lágrimas, y su piel pedía a gritos una cobija por el frío.
Ya había amanecido. Un trozo de pizza volador le cayó en la cara, haciéndolo despertar. Rodolfo buscó alguna llave de agua para lavarse el rostro. Cuando la encontró,
unos payasos hacían fila para también limpiarse, ya que desde muy temprano se habían ido a trabajar a los cruceros. Finalmente
le tocó su turno. Se quitó la salsa del cabello y un peperoni sobrante de la oreja.
Ya no sabía qué hacer, tenía mucha hambre. Recogió una botella del suelo, la llenó de
agua, rasgó su camisa y se puso a lavar vidrios de coches que pasaban. Definitivamente lavar vidrios no era su especialidad;
además, no era el único niño ejerciendo dicho trabajo.
Ya tenía 15 pesos, con eso le alcanzaba para un taco; pero era tanta su hambre que decidió
conseguir otros 5 pesos más para poder comprar una soda. Se acercó al coche más sucio que vio, derramó el agua sobre el vidrio
y lo secó con su camisa. Satisfecho con lo que había logrado, tocó la ventana para recibir sus centavos. La persona que se
encontraba en el auto bajó el vidrio e inmediatamente reconoció al niño. El conductor era nada más y nada menos que su tío
Jaime. El niño se subió al carro y el hombre lo llevó a casa.
Pasaron 5 meses desde ese acontecimiento. Rodolfo cambió su actitud definitivamente:
comprendió que era muy afortunado de llevar la vida que llevaba, que hay problemas más grandes a los que las otras personas
se enfrentan. Y que todo sucede por
algo: si él no se hubiera perdido nunca hubiera cambiado.